Me sigue llamando poderosamente la atención la incapacidad de los adultos para mirarse a si mismos y reconocer cuánto de lo que ellos reprochan a los jóvenes es un espejo de si mismos. Mucho menos parecen tener conciencia de cómo los adultos han promovido la formación de esos jóvenes en una manera de vivir y sentir que califican de lo peor.
Descalifican a estos jóvenes como si se tratase de algo ajeno a ellos, son “ellos”, “esos”, los hijos de otros, nunca los míos. Son los hijos de “esos” padres, que viven de “esa” manera y que nada tienen que ver conmigo, con mi entorno, con lo que yo soy.
No entiendo cómo pueden seguir culpando a otros sin mirar que son parte de la conciencia general de la sociedad. Todos, desde los más calificados profesionales que viven en los más altos barrios, pasando por los estratos medios y llegando a los bajos, consumen ávidos, a diario, toneladas de vulgaridad; manosean, sin la más mínima autocensura a los más nobles sentimientos; expulsan por sus bocas millones de bajos adjetivos calificativos; microbios y venenos por doquier, hacia todo y todos. Todos han sido muy productivos entregando bienes de consumo masivo, incentivando la necesidad, exacerbando los instintos hasta lo imposible y ahora se ubican en la cómoda posición de calificar a “los otros”.
¡Para qué decir de la incapacidad de ver lo positivo de los jóvenes!
Conozco no algunos sino miles de jóvenes que luchan sanamente y con fuerza por lo suyo. Otros tantos que aman, otros muchos que son gentiles, que saben lo que quieren y no todos ellos son de familias acomodadas, muchos han vivido con un solo padre y las cosas no han sido fáciles.
Qué bueno sería que la educación se transformara en un derecho natural y no en un bien de consumo más. Qué bueno sería que los intereses mezquinos de los poderosos cedieran. Qué bueno sería que nos diéramos cuenta de que los jóvenes, TODOS LOS JOVENES SON NUESTROS JOVENES, que no se trata de razas, ni de países, ni de sectores sociales.
Los jóvenes nos están mostrando en qué fallamos los adultos.
¿Cuándo vamos a verlos, a oírlos, a atenderlos?
Sí, es verdad, muchos de ellos ya no quieren oír, muchos ya no creen en nada. Como el cáncer diagnosticado tardíamente. Pero aún por ellos hay algo que hacer y, lo más importante, hay tanto que se puede hacer por los jóvenes que son, guste o no, el futuro de la humanidad.
¿De dónde vendrán las primeras señales de verdadero cambio?
¿Quién o quiénes serán los valientes?¿De qué “bando”?
¿Quién o quienes se atreverán a adjudicarse el tremendo reconocimiento del futuro?
Está por verse.
Bárbara Andrea Belmar Menanteau
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